Cero
Cero es un proyecto de ilustración que gira en torno a la idea de la infancia, el cuerpo, y el hogar como refugio.
A través de una serie de dibujos realizados con bolígrafo BIC, se pretende representar ese espacio que nos hace sentir seguros por medio de escenas donde el cuerpo, la mirada y el contexto reflejan un imaginario construido a partir de recuerdos, sensaciones y sentimientos.
La intención es traer al presente ese refugio de la infancia que en la madurez resulta inalcanzable a partir de un acercamiento a la intimidad de los sujetos retratados, extrayendo esos momentos puntuales del ámbito privado y la memoria para volverlos algo tangible.
La obra se construye a partir de una relación entre dos enfoques aparentemente independientes pero complementarios de un mismo tema. El primero de ellos caracterizado por una visión más subjetiva, en la que el entorno funciona como elemento protector, mientras que el segundo alude a la individualidad del sujeto mediante la expresión más inmediata, retratando el propio cuerpo como refugio.
dicen que los miedos irracionales nos acompañan a lo largo de nuestra vida, que nos dan la mano y nos obligan a saltar de una casilla a otra sin pisar la línea. hay límites que adoro coleccionar, como los horizontes, los labios entreabiertos y las nubes grises en una tormenta, cuando los suspiros se condensan y te empapan el pensamiento como las palabras que tropiezan. y como motas de polvo al ser sacudidas de un buró sórdido, a veces, los temores se desvanecen entre el sabor a tierra y los senderos fugaces en la ventanilla, al compás de explosiones orquestadas por el viento, como truenos en la madrugada. con la piel perlada de libertad, incluso la vida parece poco efímera.
Es tiempo de arrastrarse y ser reflejo, de besos gélidos en las muñecas. De atragantarse con las palabras y cubrirse los labios de días sin nubes, para que los pensamientos no se agrieten como el cristal. De tocar con dedos helados las sonrisas más tímidas y construir icebergs de desnudez inmóvil y luz congelada. Subir las escaleras de dos en dos sujeta al pasamanos, tocar las copas de los pinos que crecen en el techo y caer como un copo de color distante sobre la nariz más próxima, para llenar el silencio de estornudos y ocultar el rubor en semillas tras los cuadros desordenados del recibidor.
Soñó que las luces se apagaban y que ella permanecía allí, con las pupilas empañadas. Lejana, encantada e infestada de satélites que huían en órbitas dispares de rastros nebulares. Soñó que se ahogaba entre paréntesis de arenas movedizas que tiraban de sus nudillos doloridos, arropados de silencio y espera. Soñó que su intestino ardía sin fuego, y que un humo blanco pisaba las puntas de su pelo con huellas húmedas de engañoso retroceso, borrando las corrientes de aire con los labios grises de aguantar la respiración en cofres compuestos de segundos desechados.
Todo en él es inmenso bajo un halo de luz cohibida, gigante y apaciguador.Todo en él se expande sin límites, cautivando horizontes sin pedir permiso a la oscuridad o a la memoria. Ilumina y ensombrece según sus ánimos, siguiendo un sutil compás que colorea los árboles, los charcos, las macetas desordenadas en las ventanas cerradas. Parpadea dos veces, o tres si preguntas, se remueve y agita, pero con un silencio inusual te permite descansar, y si no quieres, narra curiosas historias de épocas pasadas en las que los pájaros más pequeños se posaban en la Luna. Y esta sonríe, mientras susurra viejas canciones. A veces, cuando la noche es más oscura y las bombillas no alumbran, golpea el techo con sus dedos amables y tranquilos, le da miedo asustar a los grillos.
Atravesada, en el medio del estómago, emerge una madriguera de pensamientos anidados en otro lugar, como el cauce de un río que bebe de dos afluentes, perpetuos, constantes y ciertamente inhóspitos. Observas el reflejo con la inmortalidad a flor de piel y con tranquila rebeldía te cuestionas sobre un destino que no te pertenece. Te buscas en sus lunares y creas constelaciones formadas por soles de luz infinita y calidez cegadora, una red tejida de lunas llenas y noches menguantes, como el conjuro perfecto para ser eterna en su piel clara y sumar uno a la cuenta de sus dedos.
No sabría decir cuándo se volvió necesaria, solo que un día abandoné la contemplación y la enterré en mí, en mi caja torácica de materia gris. Sepultó los pasos en cordilleras de escombros y desde la cima pude ver en la oscuridad. Pensé que todo estaba en su sitio. Me encerró y encerré en cuartos repletos de ausencias y olvidé sus nombres como quien se zambulle en un agujero negro esperando descubrir un horizonte nuevo. Pero solo había ropa mojada, solo eco y ceniza, un todavía estoy aquí, que muchas veces se convertía en pregunta.
Atardece y hace frío. Sus manos translúcidas rasgan la superficie con un vals tembloroso y ausente, derrumbando paredes de papel, dibujando un camino de absurdos puntos suspensivos en el he aprendido a encontrarme, mientras las palabras se consumen en el silencio y yo le observo, sentada a sus pies. Sonrío y, sin mayores intenciones, espero la atención de sus ojos inquietos, repletos de sueños agitados y cortinas transparentes que hacen sombras chinas en el suelo. Allí se relatan todos sus miedos, las miradas equivocadas y los recuerdos que ahora crecen en mis manos.
Las cosas parecen moverse y mutar a una velocidad vertiginosa. Y cuando todo abandona su estado natural, frenéticamente, amontonas náuseas de recuerdos y los apilas junto a tu burbuja antigravedad para que te protejan de la oscuridad, de los caminos de ida, y los caminos de vuelta. Atesoras las sombras, el olor a polvo, y construyes un laberinto para tus pensamientos más ingenuos. Eres amante en un precipicio, oscilando en el borde a ritmo de la danza más alegre. Desafiando la tranquilidad con la mirada más viva y los pies en el aire.
La tierra tiembla y los insectos escarban el suelo vivo, labrando agujeros negros y diminutos como ojos espías y, sin embargo, amigos. Ella se deja engañar por un pérfido mar violeta que ruboriza sus mejillas asustadas, arropadas por campos muertos, amarillos, que persiguen sus pasos con zumbidos fríos. Cardos trenzados al viento, mellizos sin identidad, tan anónimos, tan como ella, se quiebran y estallan, mientras los grillos lloran a pies de un árbol solitario, cetrino. Pájaros negros advierten que la noche amenaza, burlándose de las luces ciegas que resucitan el asfalto, y un ladrido seduce a los grajos, tiñendo el aire de plumas azabache. Hay más negro en el camino, sombras disfrazadas e imprecisas como líquido en el polvo. Y el árbol cómplice se mueve con prisa, la anima y sonríe por no verla huir. A ella, la oscuridad no le da miedo.
cierra los ojos y cuenta hasta cinco, no le gusta el número tres. exhala un par de veces, disfrutando del distante eco de sus pies desnudos y deja caer sus manos entre el otoño y el invierno, como caen las hojas, como mueren los días. camina sin dar un solo paso y saborea la tierra que nutre sus raíces más profundas, adornadas con hojas gastadas de experimentar tanto verde. esculpe cedros en sus pulmones, anida de recuerdos su corteza y saborea cada apéndice hasta enterrarlo en sus tripas. cuando termina, agotada, ahuyenta las sombras con sus suspiros y se mimetiza con el rocío.
Y este cuerpo –que es mío- se enfrenta a sus demonios suspendido en el aire, en una mente dormida como hierba bajo la alfombra, que siembra cofres de enigmas irresolubles, secretos, acertijos y rompecabezas sobre desiertos azules repletos de oasis, máquinas expendedoras que expulsan mariposas y raíles flotantes colapsados por el tráfico. Y mis extremidades inconscientes se abrazan a las nubes y escalan ventanas de todos los tamaños, cubriendo la noche de malas digestiones y cosquilleos en los pies, con las plantas rebosantes de bostezos.